martes, 15 de diciembre de 2020

LA DESCONOCIDA

Relato participante en el concurso literario "Tintero de Oro", convocado por David Rubio Sánchez.


En esta ocasión se trata de un relato donde el protagonista debe estar ausente.

Dejando de lado todos los esquemas conocidos, refiriéndome a la condición pedida para relatar, me he decantado por el lado de que mi protagonista sea una persona real, viva, dentro del relato; pero que solo aparezca en referencias. Una historia tierna y actual; sin ánimo de impresionar con situaciones fantásticas desbordadas de imaginación; contraria a Rebeca y que busca alejarse de ella, aunque manteniendo en todo momento el requisito del concurso. 

Agradezco mucho la valiente atención de quienes la lean.  :-)

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LA DESCONOCIDA

Mientras observo al amanecer mi jardín a través de las perlitas que la lluvia pega en la ventana, con el vapor del café que intenta reanimarme para ver si se me quita el dolor de cabeza de la resaca, me acuerdo de esa mujer.

Desde mi óptica femenina que la admiraría, supongo, la imagino con todas las carencias como madre que puede tener una elegante empresaria delgada y adinerada.

Pienso que debe ser una historia repetida hasta llegar a la normalidad, sin que la clase trabajadora nos demos cuenta, aunque las sensaciones que nos dejan al enterarnos, duran y perduran.



En el bullicio alegre de las fiestas de ese año en el pueblo, me sacó de mis risas su quietud.

Quise acercarme a ¿ayudarle? A... ¿preguntarle? O a mostrar a los demás por pura vanidad, que ¿yo no era insensible como ellos? 

No lo supe entonces, solo cedí a un impulso repentino de ternura, al cual mis amigas animadas sobremanera por las bebidas de la fiesta, me tacharon poco menos que de tonta, ya que pretendía aliviar un aparente malestar irremediable.

Su frágil figura, su semblante de niño abandonado, su mirada perdida que una vez encontrada con la mía dejaba ver solo melancolía, me atrajo. Con sus ojillos enrojecidos y su puñitos apretados, tenía una apariencia desvalida. Mis amigas me llamaban insistentes; diciéndome que una personita de esa naturaleza no me necesitaba, que yo era una desconocida, que habría algún familiar cerca. ¿Dónde estaría su madre?

No tendría más de seis años... demasiado inocente para mentir hasta con la mirada, demasiado pequeño para insultar por desahogo, demasiado joven para entender el comportamiento adulto; aunque fuera el de su propia madre que por cierto... ¿lo ha dejado solo en medio de una muchedumbre?



En la ventana y con el dolor de cabeza ya remitiendo reflexiono sobre la paternidad: vamos fabricando un mundo de señores, en el cual los chiquillos cada vez tienen menos cabida. Ponemos en sus manos algún dispositivo autoconvenciéndonos de que los ayuda a crecer «en esta era tecnológica», para en realidad ocultar la falta de muestras de cariño, buscando que nos dejen libres para ir a nuestro antojo.

Nos sentimos incluso mejores padres que otros porque nuestro niño posee un artilugio más moderno que el hijo del vecino.

No vemos esa tristeza que aparece a tan tierna edad, donde solo debería haber alegría.



Y me quedé mirándolo, y me miró, mientras se levantaba del suelo polvoriento con su pantalón color beige planchado de forma impecable, aunque en varias partes gris por la tierra que se le había pegado, hasta que reparé en la mancha roja y un agujero, que se le había roto en la rodilla.

 —¿Podrías abrazarme? —me dijo, sin fijarse en que era yo una desconocida para él. 

Mi naturaleza me hizo acurrucarlo mientras el gentío alrededor se movía frenético, bailando, riendo indolente ante la frustración hecha un pequeño.

—¡Déjale! —gritaban mis amigas. Mientras en mi mente debatían pensamientos de que si de verdad las conocía, si eran ellas las madres  «perfectas» que siempre aparentaban ser, no daba crédito a mis ojos al ver tanta indiferencia en quienes me miraban con extrañeza.

—¡Déjale!, ese niño rico no te necesita.

Otra vez pensamientos confusos... niño rico... no te necesita... 

No acabo de entender cómo siendo un niño podría no necesitar comprensión independientemente del entorno socio-económico en el que le haya tocado nacer.

Entre sus sollozos pude saber que a la criatura se le había escapado su perrito con tan mala suerte que se enganchó la cuerda en una valla que cubría un pozo de la calle y quedó colgando de su cuello hacia abajo, y, sacudiéndose, dejó de respirar. Su progenitora no había «tenido tiempo» de enterarse de su aflicción.

Con un habla entrecortada soltó toda su rabia, la de que su mamá no lo abrazara, porque decía que con los zapatos le ensuciaba el vestido; soltó toda su indignación, que nunca jugara con él porque debía de hacer cosas importantes; todo su enojo contra algún compañerito que a menudo se reía de él y no con él...

Entre sollozos y en su monólogo tan sincero como limitado de palabras, me contó su vida. Detalló las noches en que le dejaban solo hasta tarde con su mascota, las lágrimas que perrito le lamía al llegar del colegio, las risas que solo él las oía, porque sus padres estaban ocupados.

Allí, en medio de aquel festejo general me encontré con un ser abandonado sentimentalmente, con un niño que si no encontraba la manera de superar su tristeza, lo más probable es que de adulto actuara de la misma manera el día que le tocara ser padre.

Seguía yo agachada sobre él y abrazándole en medio de la fiesta de abril, cuando de pronto  me encontré acongojada.

Lo más seguro es que su madre no sabría nada de los sentimientos y padecimientos del pequeño. 



Y ya, acabando mi café, me pregunto:

¿Quién es la desconocida?

                                                 

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