Relato participante en el concurso literario de El Tintero de Oro, organizado por David Rubio Sánchez, esta vez homenajeando a Tom Sharpe y su famosa novela Wilt.
Un martes 13 nació Rosita, en un lujoso barrio. Como si de una broma de mal gusto del destino se tratara, a su madre, bella modelo de profesión, le había tocado parir una niña con los ojos desmesuradamente grandes y la boca minúscula. Los notorios vellos de la espalda le dibujaban un par de alas. Calva total, parecía una mosca.
Adolescente ya, el físico de Rosita iba reflejando la belleza de su madre. Entre lo poco generosa que la naturaleza había sido con ella de pequeña y junto a sus travesuras imparables, era ya tarde para cambiarle el mote: Rosita la mosquita.
El talento que demostraba al piano, nada decía de la osada niña que cogía a su abuela de la gran nariz que poseía y tirando de ella le obligaba a menear la cabeza a los lados, mientras reía a mandíbula batiente.
—¿Otra vez Rosita? ¡Ya está la mosquita en mi nariz! —protestaba con cariño la septuagenaria.
—¡NOOOO! —gritaba su abuelo desconsolado, entre las carcajadas de la nieta, cuando esta le arrancaba uno o dos cabellos blancos, de entre los pocos que lucía muy separados entre sí, en su frente despoblada de tal belleza natural.
La vida le tenía reservada una sorpresa a esa mosquita inquieta, que al menos compensaba con su habilidad musical, la falta de vivacidad necesaria para sobrellevar una adultez habitual.
Se convirtió en una graciosa joven —literalmente— la cual en el conservatorio conoció a Carlos, quien enseguida se percató de que una compañera de vida como ella jamás le traicionaría.
Sabía que su inocencia, su risa bobalicona, su falta de maldad, encajarían a la perfección con su anhelo de hacerse con una esposa dependiente.
Lo confirmó en una reunión de fin de curso, al acabar entre risas cuando, al pedirle que le trajera un trocito de pastel, Rosita lo llevó entero a la mesa, con tan mala suerte que se dobló de tal manera un tobillo en el camino con el tacón, que le hizo dar un giro completo repentino y con un alarido de sorpresa ¡UUAAAAAAA! soltó el pastel por el aire acabando en la cabeza de Carlos, quien sonriente le hizo notar:
—¡Te pedí uno pequeño, cielo!
Al año siguiente, en el acto de clausura, los alumnos debían ejecutar una pieza como solistas y otra en grupo. Carlos confiaba en que Rosita llevase las partituras pertinentes, ya que practicaban juntos en casa de ella.
—¡¡No me digas que no las has traído!! —le preguntó incrédulo. ¡No me lo digas!
—No las he traído —contestó ella divertida.
—Te pedí que no me lo dijeras.
En estos casos, nunca falta un bravucón que se divierte con las carencias ajenas, y Rosita no sería una excepción.
Vicente, el vecino grandulón de su misma calle, de la edad de Rosita y Carlos, espantaba al gatito de la señora de enfrente hasta que se trepara al Paraíso, árbol decorativo de la ciudad. Llamaba entonces a Rosita para pedirle que subiera a buscarlo.
Al enterarse Carlos de esto, le advirtió:
—No le hagas caso, no seas tonta, que él te hace subir para verte las bragas.
Pasan los días y se reitera la situación. De nuevo le advierte su novio:
—Cielo, ya te he dicho, no subas, que es para mirarte las bragas.
A la semana siguiente otra vez, y de nuevo le repite Carlos la realidad, pero ahora Rosita que parecía al fin percatarse de lo que ocurría, le contesta triunfante:
—Hoy no pudo verme las bragas, ¡porque esta vez me las quité!
Pasaban incontables horas juntos, tonteando y riéndose de todo y de nada.
Ya profesionales pianistas, Rosita era el terror de los organizadores de eventos, porque por suerte era entre bambalinas que regularmente realizaba alguna de las suyas, mas su talento era mejor que el de varios avezados maestros.
El día del casamiento llegó con la tranquilidad de un mar en calma. Tranquilidad que duró muy poco con el entusiasmo permanente de la novia.
Se casaron en la playa. Rosita acabó rebozada de arena en la cual arrastró a Carlos, con sus locos bailes y saltos acompañados de gritos y carcajadas.
Mientras el fotógrafo no daba crédito a lo que veía, iba guardando imágenes de lo que más se parecía a una loca fiesta carnavalesca que a una sobria boda.
Los trajes blancos de ambos, acabaron manchados y empapados, con olor a sal y un maquillaje y el peinado de los dos tan desastrosamente desaliñados que eran dignos de una comedia de la gran pantalla.
No creo que haya otro álbum de fotos como el de estos dos tortolitos.
Rosita, la mosquita, tenía talento, inocencia, mucha locura y un esposo que la cuidaría...
Ella le regaló el dibujo de un corazón lleno de números. (1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9).
—¿Qué es esto? —preguntó él.
—Mi amor por ti —conociendo que sería otra de sus rarezas quedó observándola pensativo, a lo que ella prosiguió, aguantando su risa:
—Mi corazón, que es sincero. SIN-CERO. ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
Bajo la sonrisa de él, ella siguió bailando descalza en la arena, con el fotógrafo detrás.
Los padres hacía mucho tiempo la habían dejado al cuidado de los abuelos.
A esta niña tan desfavorecida, al final la vida le había dado muchos premios...
¿Acaso los cuerdos son los más felices?
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