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domingo, 2 de mayo de 2021

Luna de hiel

Reto 5 líneas - Mayo 2021 - Adella Brac

Ninguno de los dos esperaba que en ese día soleado las nubes quedaran negras. Mar adentro la fuerza del agua se manifestaba indomable. El romántico velero acabó en un amasijo de cuerdas, ganchos, ropas, y sueños hechos trizas. Para un par de tortolitos inexpertos representaba un gran problema. Intentando organizar el caos para no zozobrar, se horrorizaron de que alguien sumergido les observaba. Al agacharse para ver mejor, una esfera blanca salió de repente a flote: era un ojo.

viernes, 30 de abril de 2021

Todos somos útiles

Reto 5 líneas -  Abril 2021 - Adella Brac

 Todos querían a ese carismático político risueño, ¡al fin uno bueno!, pensaban, pese al extraño tatuaje que escondía bajo el cabello de la nuca junto a un código alfanumérico. Los humanos por fuerza habían llegado a vivir más de dos siglos, no así sus órganos. Era el deber de ese buen político señalar los candidatos indeseables como donantes de órganos nuevos. Aquella era la tarea del malo de su sobrino, Mr. Tatoo, quien cumplía a rajatabla el orden del macabro plan. 

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lunes, 15 de febrero de 2021

TAL PARA CUAL

Relato participante en el concurso literario de El Tintero de Oro, organizado por David Rubio Sánchez, esta vez homenajeando a Tom Sharpe y su famosa novela Wilt.


 Un martes 13 nació Rosita, en un lujoso barrio. Como si de una broma de mal gusto del destino se tratara, a su madre, bella modelo de profesión, le había tocado parir una niña con los ojos desmesuradamente grandes y la boca minúscula. Los notorios vellos de la espalda le dibujaban un par de alas. Calva total, parecía una mosca.


Adolescente ya, el físico de Rosita iba reflejando la belleza de su madre. Entre lo poco generosa que la naturaleza había sido con ella de pequeña y junto a sus travesuras imparables, era ya tarde para cambiarle el mote: Rosita la mosquita.

El talento que demostraba al piano, nada decía de la osada niña que cogía a su abuela de la gran nariz que poseía y tirando de ella le obligaba a menear la cabeza a los lados, mientras reía a mandíbula batiente.

—¿Otra vez Rosita? ¡Ya está la mosquita en mi nariz! —protestaba con cariño la septuagenaria.

—¡NOOOO! —gritaba su abuelo desconsolado, entre las carcajadas de la nieta, cuando esta le arrancaba uno o dos cabellos blancos, de entre los pocos que lucía muy separados entre sí, en su frente despoblada de tal belleza natural.


La vida le tenía reservada una sorpresa a esa mosquita inquieta, que al menos compensaba con su habilidad musical, la falta de vivacidad necesaria para sobrellevar una adultez habitual.
Se convirtió en una graciosa joven —literalmente— la cual en el conservatorio conoció a Carlos, quien enseguida se percató de que una compañera de vida como ella jamás le traicionaría. 
Sabía que su inocencia, su risa bobalicona, su falta de maldad, encajarían a la perfección con su anhelo de hacerse con una esposa dependiente.

Lo confirmó en una reunión de fin de curso, al acabar entre risas cuando, al pedirle que le trajera un trocito de pastel, Rosita lo llevó entero a la mesa, con tan mala suerte que se dobló de tal manera un tobillo en el camino con el tacón, que le hizo dar un giro completo repentino y con un alarido de sorpresa ¡UUAAAAAAA! soltó el pastel por el aire acabando en la cabeza de Carlos, quien sonriente le hizo notar:

—¡Te pedí uno pequeño, cielo!


Al año siguiente, en el acto de clausura, los alumnos debían ejecutar una pieza como solistas y otra en grupo. Carlos confiaba en que Rosita llevase las partituras pertinentes, ya que practicaban juntos en casa de ella.

—¡¡No me digas que no las has traído!! —le preguntó incrédulo. ¡No me lo digas!

—No las he traído —contestó ella divertida.

—Te pedí que no me lo dijeras.


En estos casos, nunca falta un bravucón que se divierte con las carencias ajenas, y Rosita no sería una excepción.
Vicente, el vecino grandulón de su misma calle, de la edad de Rosita y Carlos, espantaba al gatito de la señora de enfrente hasta que se trepara al Paraíso, árbol decorativo de la ciudad. Llamaba entonces a Rosita para pedirle que subiera a buscarlo.
Al enterarse Carlos de esto, le advirtió:

—No le hagas caso, no seas tonta, que él te hace subir para verte las bragas.

Pasan los días y se reitera la situación. De nuevo le advierte su novio:

—Cielo, ya te he dicho, no subas, que es para mirarte las bragas.
A la semana siguiente otra vez, y de nuevo le repite Carlos la realidad, pero ahora Rosita que parecía al fin percatarse de lo que ocurría, le contesta triunfante:

—Hoy no pudo verme las bragas, ¡porque esta vez me las quité!

 
Pasaban incontables horas juntos, tonteando y riéndose de todo y de nada.
Ya profesionales pianistas, Rosita era el terror de los organizadores de eventos, porque por suerte era entre bambalinas que regularmente realizaba alguna de las suyas, mas su talento era mejor que el de varios avezados maestros.


El día del casamiento llegó con la tranquilidad de un mar en calma. Tranquilidad que duró muy poco con el entusiasmo permanente de la novia.
Se casaron en la playa. Rosita acabó rebozada de arena en la cual arrastró a Carlos, con sus locos bailes y saltos acompañados de gritos y carcajadas.
Mientras el fotógrafo no daba crédito a lo que veía, iba guardando imágenes de lo que más se parecía a una loca fiesta carnavalesca que a una sobria boda.
Los trajes blancos de ambos, acabaron manchados y empapados, con olor a sal y  un maquillaje y el peinado de los dos tan desastrosamente desaliñados que eran dignos de una comedia de la gran pantalla.
 
No creo que haya otro álbum de fotos como el de estos dos tortolitos.


Rosita, la mosquita, tenía talento, inocencia, mucha locura y un esposo que la cuidaría...

Ella le regaló el dibujo de un corazón lleno de números. (1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9).

—¿Qué es esto? —preguntó él.

—Mi amor por ti —conociendo que sería otra de sus rarezas quedó observándola pensativo, a lo que ella prosiguió, aguantando su risa:

—Mi corazón, que es sincero. SIN-CERO. ¡Ja, ja, ja, ja, ja!

Bajo la sonrisa de él, ella siguió bailando descalza en la arena, con el fotógrafo detrás.


Los padres hacía mucho tiempo la habían dejado al cuidado de los abuelos. 
A esta niña tan desfavorecida, al final la vida le había dado muchos premios...


¿Acaso los cuerdos son los más felices?
                                    
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martes, 15 de diciembre de 2020

LA DESCONOCIDA

Relato participante en el concurso literario "Tintero de Oro", convocado por David Rubio Sánchez.


En esta ocasión se trata de un relato donde el protagonista debe estar ausente.

Dejando de lado todos los esquemas conocidos, refiriéndome a la condición pedida para relatar, me he decantado por el lado de que mi protagonista sea una persona real, viva, dentro del relato; pero que solo aparezca en referencias. Una historia tierna y actual; sin ánimo de impresionar con situaciones fantásticas desbordadas de imaginación; contraria a Rebeca y que busca alejarse de ella, aunque manteniendo en todo momento el requisito del concurso. 

Agradezco mucho la valiente atención de quienes la lean.  :-)

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LA DESCONOCIDA

Mientras observo al amanecer mi jardín a través de las perlitas que la lluvia pega en la ventana, con el vapor del café que intenta reanimarme para ver si se me quita el dolor de cabeza de la resaca, me acuerdo de esa mujer.

Desde mi óptica femenina que la admiraría, supongo, la imagino con todas las carencias como madre que puede tener una elegante empresaria delgada y adinerada.

Pienso que debe ser una historia repetida hasta llegar a la normalidad, sin que la clase trabajadora nos demos cuenta, aunque las sensaciones que nos dejan al enterarnos, duran y perduran.



En el bullicio alegre de las fiestas de ese año en el pueblo, me sacó de mis risas su quietud.

Quise acercarme a ¿ayudarle? A... ¿preguntarle? O a mostrar a los demás por pura vanidad, que ¿yo no era insensible como ellos? 

No lo supe entonces, solo cedí a un impulso repentino de ternura, al cual mis amigas animadas sobremanera por las bebidas de la fiesta, me tacharon poco menos que de tonta, ya que pretendía aliviar un aparente malestar irremediable.

Su frágil figura, su semblante de niño abandonado, su mirada perdida que una vez encontrada con la mía dejaba ver solo melancolía, me atrajo. Con sus ojillos enrojecidos y su puñitos apretados, tenía una apariencia desvalida. Mis amigas me llamaban insistentes; diciéndome que una personita de esa naturaleza no me necesitaba, que yo era una desconocida, que habría algún familiar cerca. ¿Dónde estaría su madre?

No tendría más de seis años... demasiado inocente para mentir hasta con la mirada, demasiado pequeño para insultar por desahogo, demasiado joven para entender el comportamiento adulto; aunque fuera el de su propia madre que por cierto... ¿lo ha dejado solo en medio de una muchedumbre?



En la ventana y con el dolor de cabeza ya remitiendo reflexiono sobre la paternidad: vamos fabricando un mundo de señores, en el cual los chiquillos cada vez tienen menos cabida. Ponemos en sus manos algún dispositivo autoconvenciéndonos de que los ayuda a crecer «en esta era tecnológica», para en realidad ocultar la falta de muestras de cariño, buscando que nos dejen libres para ir a nuestro antojo.

Nos sentimos incluso mejores padres que otros porque nuestro niño posee un artilugio más moderno que el hijo del vecino.

No vemos esa tristeza que aparece a tan tierna edad, donde solo debería haber alegría.



Y me quedé mirándolo, y me miró, mientras se levantaba del suelo polvoriento con su pantalón color beige planchado de forma impecable, aunque en varias partes gris por la tierra que se le había pegado, hasta que reparé en la mancha roja y un agujero, que se le había roto en la rodilla.

 —¿Podrías abrazarme? —me dijo, sin fijarse en que era yo una desconocida para él. 

Mi naturaleza me hizo acurrucarlo mientras el gentío alrededor se movía frenético, bailando, riendo indolente ante la frustración hecha un pequeño.

—¡Déjale! —gritaban mis amigas. Mientras en mi mente debatían pensamientos de que si de verdad las conocía, si eran ellas las madres  «perfectas» que siempre aparentaban ser, no daba crédito a mis ojos al ver tanta indiferencia en quienes me miraban con extrañeza.

—¡Déjale!, ese niño rico no te necesita.

Otra vez pensamientos confusos... niño rico... no te necesita... 

No acabo de entender cómo siendo un niño podría no necesitar comprensión independientemente del entorno socio-económico en el que le haya tocado nacer.

Entre sus sollozos pude saber que a la criatura se le había escapado su perrito con tan mala suerte que se enganchó la cuerda en una valla que cubría un pozo de la calle y quedó colgando de su cuello hacia abajo, y, sacudiéndose, dejó de respirar. Su progenitora no había «tenido tiempo» de enterarse de su aflicción.

Con un habla entrecortada soltó toda su rabia, la de que su mamá no lo abrazara, porque decía que con los zapatos le ensuciaba el vestido; soltó toda su indignación, que nunca jugara con él porque debía de hacer cosas importantes; todo su enojo contra algún compañerito que a menudo se reía de él y no con él...

Entre sollozos y en su monólogo tan sincero como limitado de palabras, me contó su vida. Detalló las noches en que le dejaban solo hasta tarde con su mascota, las lágrimas que perrito le lamía al llegar del colegio, las risas que solo él las oía, porque sus padres estaban ocupados.

Allí, en medio de aquel festejo general me encontré con un ser abandonado sentimentalmente, con un niño que si no encontraba la manera de superar su tristeza, lo más probable es que de adulto actuara de la misma manera el día que le tocara ser padre.

Seguía yo agachada sobre él y abrazándole en medio de la fiesta de abril, cuando de pronto  me encontré acongojada.

Lo más seguro es que su madre no sabría nada de los sentimientos y padecimientos del pequeño. 



Y ya, acabando mi café, me pregunto:

¿Quién es la desconocida?

                                                 

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viernes, 15 de mayo de 2020

EL REGRESO

Relato participante en El Tintero de Oro, convocado por David Rubio Sánchez

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En mitad del poco iluminado túnelfuera de la ciudad, antiguo paso de aguas servidas, por el que había conseguido escapar, Cristian detuvo un momento su frenética huida para recuperar el aliento. Saltó a su vista el detalle del suelo que mostraba vestigios de baldosas amarillas, parcialmente ocultas por la suciedad. Volteó a mirar si su carcelero le seguía, afortunadamente no era así.

Intentó calmarse recordando las historias infantiles que le leía su abuela, mientras caminaba en la penumbra de la tarde lo que le faltaba para regresar a su casa, hacia una calle conocida.
A pesar de ser un chico, sabía varias historias consideradas para chicas, su abuela le leía antes de dormir cuentos como El patito feo, Los viajes de Gulliver, El sastrecillo valiente; y, de los otros, como Mujercitas o Alicia en el País de las Maravillas.
Era indiferente el género, lo importante eran las mágicas historias de vida que encerraban los ilustrados señores de papel.
Se ubicaba así mismo, al ir corriendo buscando la carretera conocida, como si fuera uno de los tres cerditos, queriendo refugiarse en la casa de su hermano para no ser atrapado por el lobo.
Le habían secuestrado para cobrar un rescate, ya que pertenecía a una familia multimillonaria.
Al encontrar la carretera para continuar con su regreso, no entendía por qué la gente lo miraba curiosa, recordó El traje nuevo del emperador, y aunque él no estaba desnudo llamaba mucho la atención.
Su cabello negro desaliñado, sus pronunciadas ojeras que aumentaban la oscuridad de su mirada café, contrastaba con su tez extremadamente pálida, su mal olor corporal debido al cautiverio, lo polvoriento de su ropaje... Tal vez sería era eso.

Veintidós años pueden ser muchos o pocos, depende de qué modo se mire.
Cristian era un personaje en toda regla, tenía la intrepidez de un niño de nueve años que no conoce el peligro, la inocencia de un adolescente enamorado, y la osadía de un adulto que pisa fuerte.
Él era un maestro del escapismo, disfrutaba con sus amigos simulando las hazañas del mismísimo Houdini en sus juegos, lo que le valió para escabullirse del sótano donde le retenían.
Si se quiere, ─pensaba en su caminar de regreso─ hasta había gozado de esa semana que estuvo secuestrado como si fuese una aventura. Se había situado en el desdichado encierro de Rapunzel.
Maltratado, con apenas alimentos y con el dolor persistente en la cabeza que le había dejado el golpe en la nuca que lo noqueó cuando le cogieron; al respirar hondo, con la molestia en las costillas que le cortaba un poco la respiración, producida por un puntapié correctivo que le habían aplicado, aspiraba con el aire de la tardecita, el dulce placer de la libertad.

En sus pensamientos aparecían personajes de películas, reclusos
que se escapaban, mujeres golpeadas que defendiéndose acababan con la vida de su agresor, indigentes que soñaban vivir rodeados de billetes... Sí, él podía ser todo eso y más, todo lo que su imaginación le permitiera.
Recordaba otra vez a Alicia, aquella niña de sueños disparatados, y todo ello le hacía sentirse protagonista, necesitaba psicológicamente tener una importancia que no le daban en su vida de joven rico.

A lo lejos escuchó ladrar a los perros, de nuevo recordó que podía ser un señal de que estaba llegando.
Pensó también si tenía algún poder que le permitiera demostrar su lado altruista distinguiéndolo del resto de mortales, sintiéndose como un hombre de hojalata que desea un corazón, él anhelaba ayudar a otros, darles todo el cariño del que carecía.



El brillante reflejo del sol entró irrespetuoso en la humilde alcoba infantil, al mismo tiempo con el sonido estrepitoso de la cortina de enrollar al elevarse, rota en alguna parte por falta de solvencia económica para arreglarla.
Un bondadoso beso en la frente y una caricia, hecha con unos envejecidos y cariñosos dedos sin joyas, en la mejilla lisa del pequeño,
interrumpió su sueño, quien abriendo sus inocentes ojos cafés, escuchó esa dulce voz de acento maternal que tanto le adoraba:   
─¿Otra vez viajando por mundos irreales con Morfeo? Aún dormido, tenías una sonrisa. Hoy cumples diez años, ¿lo recuerdas? 
Venga mi nieto, regresa ya de tu país de maravillas.


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miércoles, 25 de marzo de 2020

INTERESTELAR

                             


Andrea, de apenas seis añitos, sentía fascinación por leer historias interplanetarias antes de dormir.
A su madre, superviviente terrestre de varias catástrofes, reconstruída con partes cibernéticas, se le erizaba la piel cuando su pequeña le decía que de mayor quería ser Refereeintercediendo entre humanos y cíborgs, algo muy común en el siglo XXV, así como viajar entre planetas.
Deseaba que su niña acabara sus días como humana que era.
La besó y arropó.
                                                     
                                                 * * * 

Primera semana:
Después del golpe inicial, abrí los ojos y pude ver la muchedumbre mirándome con desprecio. Abrí mi esfera de viaje y salí, dirigiéndome al edificio del planetoide Ceres, para reportarme.
Yo tenía actualizaciones de las que ellos carecían. Esas miradas... ¿envidia colectiva? No podía ser, sentir no lo tenían codificado, y menos algo así, tan vil y oculto.
Mis ojos cafés de metacrilato brillante, me diferenciaban. 
La ajustada vestimenta reglamentaria delataban curvas femeninas humanas. El exoesqueleto retroiluminado con micropartículas doradas, le daba a mi «piel» un cobrizo bronceado destacando entre la palidez del resto.Tenía el cabello elegantemente recogido.
Me habían rediseñado en el Laboratorio Galáctico, para infiltrarme entre los robots recogiendo información, ya que últimamente se saltaban sus protocolos.
¿Querrían eliminar la raza humana, su creadora? Mi misión, como detective, era desvelar el propósito de tal proceder.


─Saludos, Dalila-4.
─Respondo, mi Capitán. ─Pude oír desde la puerta del despacho donde entraba. Advertí una ligera ¿caricia? de él en la mano de ella. No, sería mi imaginación, no tenían sentimientos.
Dalila-4 sería beneficiaria de la enfermiza organización de Capi.
En seguida detecté que las triviales tareas que ella realizaba le valían importantes condecoraciones, desvalorizando la originalidad de los demás.
Había un séquito que cumplía las órdenes de Capi, a veces obtenían algún reconocimiento, pero eran en repetidas ocasiones los mismos, no se valoraba el buen hacer de los demás, siendo solo material de relleno como si de un lujoso cojín se tratara, donde resaltaban Capi, Dalila-4 y su séquito, mientras el resto quedaba escondido bajo la funda sedosa de la indiferencia, ante el deseo ambicioso de unos pocos por distinguirse. La simplicidad que ella disfrazaba de conocimiento tecnológico destacaba en la comprensión ilógica de Capi.
¡Vaya! y yo que creía que los desórdenes mentales no afectaban a cerebros cibernéticos.
Importantes entresijos internos que debo registrar.


Segunda semana:
Mientras desarrollaba mi misión, obvié el apodo burlesco con que me habían bautizado: Liza, aludiendo a «Actualizada». No estaba programada para contraatacar, mi versión mejorada establecería la paz. Además, la potencia de mi mirada láser ─implantada pero todavía deshabilitada─ podía acabar hasta con Capi, fabricado con la aleación Inconel 718.**

Logré descubrir las causas de la conducta desajustada de las máquinas demasiado pronto, me hubiera gustado un desafío más grande para mis circuitos cerebrales. El nivel 3.1 con que habían dotado a mi inteligencia artificial sobrepasaba los fingidos engreimientos de superioridad de los androides primitivos que me rodeaban.


Quinta semana:
Desde mi cámara, escucho:
─Base a Linda-2. Llamando. ¡Base a Linda!
─Reportándome. Aquí Linda, intentando seguir siéndolo.
─Cíñete a tu programa. Infórmanos.
─Trabajo en ello, pero no estoy programada para responder a la hostilidad de estos sádicos seres inferiores.
─Linda-2, los contaminados de sentimientos diabéticos, los jefecillos nadando al garete en su mar ideológico de aceite rancio, las princesas de la oscuridad del universo, prostitutas reinas de latón, jamás, que lo sepas, ¡JAMÁS! van a entender la dulzura de tu posición. Esa es tu arma, tu fuerza y, especialmente, tu corazón. ¡Espero una respuesta favorable en la próxima conexión!

«Mi corazón» Suspiro...

El contraste del infinito oscuro con la brillante luminosidad de cada estrella, pintaban un paisaje de luciérnagas siderales maravilloso, que observaba tumbada desde mi cómoda meridiana.
Sueño ─palabra tan humana─ con que la entramada red de hechos no se materialice.
Comencé a ordenar frases en el apartado de mi cerebro destinado a guardar información: Reportes Pendientes.

  • Somos muchos, demasiados. 
  • Sistema colapsado de incontables especímenes repetidos con iguales tareas.
  • Surgen rivalidades, disconformidad, incompetencias. Deseos de sobresalir, de ser único.
  • Se menosprecia lo que sea nuevo. Se silencian mis nuevas ideas para ocultar sus carencias.
  • Los falsos jefecillos del séquito de Capitán, alzan su voz dando cátedra sobre temas obsoletos, que, con cierta estructura de vocablos, hacen parecer que su verdad sea la única razonable.
  • Se alían entre ellos para destruir la supuesta amenaza: yo.
  • Hay una conspiración para que se me traslade a La Fundición. 
(Aparece en mis archivos de memoria, imágenes de Juana de Arco).
  • Quieren acabar conmigo echándome al fuego.
Guión, guión... re-se-te-an-do... e-li-mi-nan-do-esta-última-frase... ¡Cíñete-a-tu-programa!

Suspiro.

  • No aceptan actualizaciones ejemplarizantes.
  • Descubro además, fallos en sus conexiones cerebrales, metales oxidados les limitan el entendimiento del valor añadido y las mejoras con que podrían contar en un futuro cercano.
  • Manifiestan una desarrollada violencia interna no programada de origen, donde quienes prevalecen son siempre los mismos, quitando del medio a los demás.

Conclusión: no desean destruir a los humanos, sino «ayudarlos» a eliminarse a sí mismos, permaneciendo ellos como únicos habitantes en la galaxia, falsos seres superiores: los iluminados.

Vuelvo a mi base terrestre.

                                                 * * * 


Andrea, ya mujer, visita silenciosa y cabizbaja, la tumba de su madre:

«Perdóname, madre, por no complacerte. Aún conservo mi corazón, el original que me diste tú.
¿Sabes? Me han convertido en algo mejor que una referee, soy Detective».
                              
                                                 F I N

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** Apunte informativo:
Inconel 718:  Aleación.
Características clave:
Buena resistencia a la rotura por fluencia.
Mayor resistencia que Inconel X-750.
Mejores propiedades mecánicas a temperaturas inferiores.
Se endurece por envejecimiento.

Aplicaciones dinámicas a altas temperaturas:
Turbinas de gas.
Motores de cohetes.
Naves espaciales.
Reactores nucleares.
Bombas.
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martes, 25 de febrero de 2020

PROMESAS


Ese viernes fue aún peor para Robert.
Horas de consulta y el estrés de atender dos largas urgencias en quirófano, le agotaron.
Atlético, con cuarenta años y poco, conservando todo su cabello con briznas de plata, salió de la segunda operación rogando en un grito silencioso poder dormir, cuando la vio.
Exhausto, con sus atractivos ojos verdes empequeñecidos y hundidos en unas oscuras ojeras, quedó paralizado ante su presencia. Mildred, pese a contar ya con casi cuatro décadas, estaba recientemente titulada en enfermería de quirófano. Tenía una luz atrapante en su mirada inquieta color café. Nadie quedaba indiferente.
Una media melena castaña clara, con ondas un tanto desordenadas, enmarcaban un rostro que, junto a su delgadez, le conferían un aspecto aniñado. Conocedora de sus encantos, los utilizaba a su antojo, y Robert no quedó inmune. 

─Buenas noches. Bienvenida, señorita... ?
─Mildred, pero llámame Mily.
─Encantado, soy el doctor Ávila, pero seré Robert, para ti. 
Ah! Un consejo: recuerda prometer a los pacientes que se recuperarán. Necesitan optimismo para sanar.

Sostuvieron su mirada unos segundos más antes de que Robert saliera.

Cirujano establecido, ya no hacía guardias en fin de semana. Aunque a veces, ante alguna emergencia debía abandonar su descanso así fueran las cuatro de la madrugada. Transcurrió su sábado tranquilo con su esposa e hijo. En su mente permanecía aquella mirada.


Mily absorbía con interés sus nuevas obligaciones, necesitaba emanciparse económicamente para acabar su matrimonio sin sentido.

Lunes. Turno de tarde para ella, donde compartiría con Robert su primera operación. Al acabar coincidieron en la puerta de la cafetería:
─Puedo entender tu inexperiencia ─comentó muy serio Robert, haciendo un esfuerzo por disimular la atracción que le provocaba─ pero el paciente no admite que te tiemble el pulso.
─No ha sido mi inexperiencia ─le contestó Mily─ mirándolo impúdicamente de arriba abajo solo un instante, comenzando así, el juego del gato y el ratón.
─Y descuida, ─prosiguió─ nunca olvido las promesas a los pacientes.
Mildred se encaminó al vestidor para cambiarse el uniforme y decidió volver después a la cafetería, para desconectar tomando un descafeinado antes de marcharse. 
La tensión sexual crecía por momentos dentro de Robert, que, obteniendo su café, fue a sentarse a una mesa apartada.
Sin saberse observada, recogió del suelo la moneda que se le había caído, elevando al agacharse la parte trasera de su falda al límite de sus muslos. Tocaba con suavidad los botones de la máquina, recogía el vaso y la cucharilla, mientras, en los pensamientos libidinosos de Robert aparecía él mismo entre esas delicadas manos femeninas. De pie, atenta al ajetreo exterior a través de la ventana, Mily bebía despacio, el vapor le humedecía los labios, avivando su natural rojo, los cuales Robert admiraba boquiabierto. 

Ya en casa, tanto Mily como Robert cumplieron con los requerimientos sexuales de sus respectivas parejas. «Requerimientos» monótonos, donde para escapar de la rutina marital, instalaron morbosamente en su cerebro una imagen ajena, buscando en un cuerpo conocido las sensaciones de otro, para tocar el cielo.

Semana tras semana el trabajo en el hospital y los roces aquí, risas allá, palabras de tonteo muy a menudo, hacían que la simpatía y el acercamiento creciera entre Robert y Mily.
Llega otro fin de semana, donde la noche del viernes emitían en su pequeña ciudad el clásico Gone with the wind
Mily acudió al cine con su marido, y Robert con su esposa.
Había pasado media hora de película cuando Mily atravesó la sala hacia el lavabo. Robert, ubicado casi al final, alucinó incrédulo de su suerte. Se levantó sin perder tiempo y fue tras Mily.
En el pasillo, en la puerta del servicio, Mily se apoyó contra la pared y le clavó la mirada en sus ojos verdes, esta vez muy abiertos y brillantes. Robert apoyó su palma izquierda por encima del hombro de ella contra la pared y con la derecha la rodeó por la cintura sin pestañear. Mily le acercó sensualmente los labios y él le atrapó la boca arrebatado por el deseo. 
Girando en una especie de vals, marcando el ritmo los besos y caricias subidas de tono, entraron al lavabo masculino, encerrándose en un habitáculo individual. En una posición nada ortodoxa, pero sí bien definida que les permitía saciar su apetito carnal; desahogaron las ganas acumuladas en la piel, agotaron fuerzas derramando fluidos, utilizaron los húmedos medios a su alcance para sentirse, para enaltecer ese interno ardor que les quemaba, y, porqué no, para quererse.

Ahí estaba el... ¿problema, quizá? En el fondo se arraigaba un cariño, un perfecto complemento entre uno y otro: laboralmente, como amigos, en seguridad... sentían una dulce confianza única, que les unía más allá del deseo.



El presente año que se acababa, acabaría también la presencia de Robert en el hospital. Le había surgido una oportunidad irrecusable en el extranjero, se trasladaría a otro continente, pero antes le había prometido a Mily que volvería y se casarían.


En el aire quedaban las palabras tiernas, las sonrisas cómplices, las promesas que le había enseñado a Mily a decir... la promesa que él mismo le había hecho.
Un incierto y desolador futuro le aguardaba a ella, que ya contaba con rehacer su vida con él.

Amenazaba lluvia la tarde que partió, a través de la puerta acristalada del hospital, ella le hizo un triste gesto cuando él se volvió a verla una vez más: recuerda tu promesa.
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miércoles, 29 de enero de 2020

A ELEGIR: Realidad o Fantasía

Relato participante de la XVIII EDICIÓN (Enero 2020)

convocado por David Rubio Sánchez 

REBELIÓN EN LA GRANJA de George Orwell


Tema: El relato deberá contar con, al menos, uno de estos requisitos (podéis elegir uno, dos o los tres):
Escribir una fábula o que los personajes sean animales, con su moraleja o con una crítica social de fondo.
  • Un relato en el que se mencione con sentido la novela Rebelión en la granja o al autor, George Orwell.
  • Un relato en el que la acción transcurra en una granja.
  • Extensión: 900 palabras como máximo.





─¡BAM!
Tronó la puerta al cerrarse de golpe cuando entró el pato Lucio al granero.
─¿Otra vez Tino? ¿Esta vez «atinó?» ¡jaj! ─preguntó jocosa la vaca Rosi.
─¡Tantas preguntas tan tontas! ─repuso enfadado Lucio, mientras se recuperaba de la reciente huida veloz que le dejó sin aliento.

Tino, el hijo adolescente del granjero, encontraba sus mejores carcajadas lanzándole piedras a Lucio, para verlo correr en zigzag.
Las preciosas plumas blancas brillaban al sol, dejando visualmente una estela al zigzaguear y su pico anaranjado que tenía una pequeña curva hacia la mejilla, parecía que le dibujaba una sonrisa.


─Si sigues corriendo así no tendrás contento al jefe ─advirtió escondiendo la risa el caballo.
─No engordarás lo suficiente, ¿qué tal tu hígado? ¡jej! ─rió el gallo.
─¡Ríete ahora, que te tocará a ti en Navidad! ─respondió Lucio malhumorado por las reiteradas mofas de sus compañeros.


A la noche, cada animal se colocó en la parcela del granero asignada como habitación, aunque ninguno podía dormir.

Sin apetito y sin demostrar el temor que le invadía, Lucio se fue al nido con su bandada. Con los ojos cerrados, le era imposible conciliar el sueño, los pinchazos de dolor cerca de su estómago no se lo permitían y cada vez le resultaba más difícil correr para esquivar las pedradas... era una realidad, la sobrealimentación le estaba haciendo estragos.
Los patos jóvenes desconfiaban, mas no osaban preguntar nada.
Rosi, preocupada, pensaba en inventarse bromas mejores para que su amiguito lo pasara lo mejor posible.
El caballo agradecía en silencio que al jefe no le gustara su carne, aunque trabajaba muy duro, tirando del pesado carro que le enganchaban para trasladar los productos de la granja.
Al gallo se le cruzaba por la mente que como era el único de su especie en aquella granja y ya tenía varios años no «le tocaría» en Navidad, como le había dicho Lucio.
El cerdito era casi un bebé, nunca entendía las bromas de los demás y cada noche intentaba recordar cuál había sido la última que había dormido con su mamá.
Las ovejas estaban tan juntas, que no se sabía donde empezaba una o acababa otra. Sus lanosos pelajes se confundían como si de un cielo nuboso se tratara, y ellas sí que dormían serenas.


Amaneció soleado, y en el prado de la granja donde los animales caminaban libremente, estaban atareados el granjero, su esposa y su hijo.
─El mejor foie gras comeremos este diciembre ─dijo el hombre.
─Yo no quiero esa grasa asquerosa ─replica Tino─, grasa de hígado de un pato enfermo ¡puaj!
─Si tú lo único que haces es darle sufrimiento con tus pedradas ─dice su madre.
─Vosotros lo hacéis sufrir, metiéndole ese tubo largo directo al estómago con mala comida, le atravesáis por dentro del cogote sin piedad, así engorda y fabrica dentro de su hígado esa grasa amarilla que llamáis foie.

Reinó un incómodo silencio por un momento, dejando los rostros serios.
Un silencio absoluto, antinatural... no se oía el goteo del grifo mal cerrado, las ovejas paralizadas no hacían chirriar la puerta de madera del corral; ausencia total del resoplar del caballo, o del cascabel de Rosi, la vaca; hasta el viento parecía estar de acuerdo con el muchacho, porque no movía ni una hoja.

─¡Pues así será! ─sentenció el granjero.


Una semana después, era notoria la cojera de Lucio en su deteriorada salud, junto con su plumaje opaco. Su organismo estaría fabricando una buena cantidad de foie... ¿manjar de los dioses? ¿exquisita comida para clientes adinerados? son solo algunas definiciones dichas por los considerados mejores chefs de los restaurantes más selectos. Definiciones que esconden su origen, que no hablan del maltrato animal; del dolor y malestar que cada pato o ganso sufre en el proceso de crear un capricho para el paladar que solo sirve para alimentar la vanidad humana, lejos  de las necesidades de nutrición propias de la cadena alimenticia.


─Otra vez ese chico molestando ─protestó Rosi.
─Ven aquí patito, Lucito, dónde estás?
Lucio lo observaba escondido hasta que Tino lo descubrió.
No intentó huir, no podría, apenas daba saltitos que acompañaba abriendo sus alas como si fuese a volar para poder avanzar en cada paso.
Fácilmente lo cogió Tino, y mientras el pato se retorcía abriendo su pico en silenciosa señal de súplica, ya que no podía emitir sonido con sus cuerdas vocales destrozadas por el tubo de la sobrealimentación, lo abrazó diciéndole:
─Tranquilo, ayúdame a ayudarte.
Era mediodía, su padre aún no volvía y su madre estaba entretenida en la cocina, tenía solo media hora para poner fin al sufrimiento del pobre Lucio de una manera digna.
Montó en el caballo ─quien miró interrogante al pato y este le devolvió una mirada de resignación─ y galopó hasta dos granjas más al norte, donde vivía Amalia, la chica que suspiraba por Tino. Este le pidió por favor que cuidara de Lucio, que se repondría. Ella, ante la mirada cautivante del chico y al ver el estado lamentable del pato no pudo resistirse.
Lucio quedó en buenas manos... aunque su estado era ya crítico.



─No veo al pato ─dijo contrariado el granjero a su esposa.

─Estaba moribundo, a saber si ya no se lo comió algún zorro ─contestó ella.

─Nos conformaremos con el foie industrial de la ciudad.

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A elegir: realidad para concienciar a los demás o fantasía, vanagloriándonos de lujos a costa del sufrimiento ajeno. 
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sábado, 28 de diciembre de 2019

Apariencias engañosas

Relato participante en el XVII Concurso Literario Mensual, convocado por David Rubio Sánchez.


Dejaba atrás en el riel, la señora S., un collar negro de perro, con tachas puntiagudas. 
Habían llamado su atención hojas de papel rotas, trocitos de un libro hecho pedazos. 
Huellas púrpuras de una vida hecha trizas literalmente, a raíz del atropello, ya habían sido borradas por el personal de limpieza en la vía, mientras Madame M. bebía tranquila su café en la estación con un misterioso brillo en su mirada perdida.

                                                  
─¡No! ¡No quiero ir! ─le gritó Noa la noche anterior al accidente, a su tutor.

Tocaba viajar y pasar unos días con su familia. Cada cuatro meses le dejaban una semana libre. Aprovechaba a refugiarse en la casa okupa que habitaba con sus compañeros de tribu urbana.
El psicólogo del internado femenino de cuidados especiales en el que estudiaba le había autorizado, ya que el último resultado del test de agresividad de Buss y Perry fue favorable.

─Puedes hacerlo, querida. Ve y demuéstrales lo que vales. Ponte ropa normal.¡Ah! Y no te dejes el libro.
Su tutor la aconsejaba mientras ella preparaba la maleta.

A regañadientes abordó el tren y se quitó su cazadora negra de cuero, a juego con su minifalda. Maquilló sus ojos y labios resaltándolos con gruesos trazos oscuros, bajo la atenta mirada de la espléndida señora que tenía enfrente, quien con desdén la escudriñaba.
Las medias agujereadas de Noa, botas con punteras metálicas, blusa ajustada; era la indumentaria gótica inconfundible que contrastaba con su pálida piel, y que infundía junto con su dura mirada azul, cuanto menos, respeto.
Se adentró nerviosa en las líneas de Patricia Highsmith, el libro de asesinatos en un tren. No le agradaban esas historias, pero debía leerlo si quería aprobar un examen.

─¡Tengo fama de agresiva! ─le dijo bruscamente a la fina señora, para que dejara de mirarla, que respondió apacible:

─Las apariencias engañan, linda. Soy Madame M

La noche avanzaba tan rápido como las veloces ruedas del tren.

Madame M. se acercó a la cafetería donde encontró a su hombre perfecto: trajeado de pulcro gris claro, inmerso en sus pensamientos, escondía en su chaqueta una gran petaca con aguardiente. Entabló una agradable conversación con él y extrañamente le animaba para que acabase el contenido.
Al conseguirlo, el caballero no se sostenía en pie y ella ofreció acompañarle a su vagón de coche-cama.
Atravesando el pasillo y esforzándose por sostener al borracho, fue vista por Noa, quien se acercó a ayudar. 
En el habitáculo lo tumbaron en la cama.

Muy temprano, el revisor despertaba a los pasajeros, el viaje llegaba a su fin. Casi se cae de espaldas al abrir con su llave maestra el compartimento individual del hombre, y verlo ahogado en su propio vómito, sin respiración. 
Noa y Madame M. fueron las que estuvieron con él en sus últimos momentos. 

El guardia de a bordo, observando la escena, se sobresaltó al grito de Madame M.:

─¡Ha sido ella! ─dijo, señalando a Noa─ ¡Miradla! ¡Si hasta los libros que le gustan son insanos! 
Y continuó:
─¿Qué clase de chica llevaría un collar de perros?

En un chillido Noa le lanzó el libro directamente a la cabeza, propinándole un buen golpe y se le abalanzó gritando:

─Vieja maldita! Voy a matart...

No acabó la frase cuando se sintió fuertemente apresada por el guardia, que no permitió que dañara de nuevo a Madame M.

Una chica de dieciséis años con traumas infantiles que la llevaron a refugiarse en un grupo apartado de la sociedad, con permanente ayuda psicológica y medicada para contener su agresividad, de vestimenta estrafalaria y carácter intratable que desbordaba una energía maléfica, era un fácil blanco para señalar en una situación como esa.
Pero, ¿qué motivos podía tener para asesinar, si a la víctima no le conocía en absoluto?
De una sexagenaria respetable, delicada, impecablemente peinada y con joyas de diseño, nadie sospecharía.

Para desgracia de Noa, la mantuvieron encerrada bajo llave hasta la siguiente estación, para entregarla a la policía, en el destino.
Le dejaron su libro, serviría para mantenerle la mente ocupada.
En sus pensamientos reaparecían los violentos recuerdos de la infancia... golpes, abusos, humillaciones... demasiado para sus tiernos cinco años de aquel entonces.
De forma involuntaria comenzó a descargar toda su rabia en un llanto incontenible, tristísimo, sentía tal presión en el pecho que le provocaba dolor, soltaba gritos ahogados de «¿por qué?, ¿por qué a miiiiiii?».
Ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando una felicidad que sabía bien que nunca encontraría.


Sostenía con fuerza el libro en sus manos en todo momento, como si quisiera asirse a algo firme.
Aprovechó un mínimo despiste del guardia que la llevaba, para saltar a la vía contraria, delante del tren sin parada que pasaba. 

Mantuvieron durante media hora a la Señora S., en un despacho antes de que recogiese la maleta de Noa.
Sentía impotencia. No sabía bien si por el suicidio de su hija, que aparentaba estar superando sus traumas o por no haber sido mejor madre.
Mientras caminaba de regreso, cruzó una mirada con Madame M., quien le dijo:
 ─Las apariencias engañan, ¿eh?

Y siguió la engreída disfrutando del café. Recordando como había «acomodado» a su hombre perfecto, un borracho despreciable que merecía morir según su criterio, logrando que se ahogara con su vómito. 
Disfrutaba también de la decisión que ella provocó en Noa, una malnacida...


Dos asesinatos en un día, le reconfortaban su ego de una manera grandiosa.
                                        

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