Dejaba atrás en el riel, la señora S., un collar negro de perro, con tachas puntiagudas.
Habían llamado su atención hojas de papel rotas, trocitos de un libro hecho pedazos.
Huellas púrpuras de una vida hecha trizas literalmente, a raíz del atropello, ya habían sido borradas por el personal de limpieza en la vía, mientras Madame M. bebía tranquila su café en la estación con un misterioso brillo en su mirada perdida.
─¡No! ¡No quiero ir! ─le gritó Noa la noche anterior al accidente, a su tutor.
Tocaba viajar y pasar unos días con su familia. Cada cuatro meses le dejaban una semana libre. Aprovechaba a refugiarse en la casa okupa que habitaba con sus compañeros de tribu urbana.
El psicólogo del internado femenino de cuidados especiales en el que estudiaba le había autorizado, ya que el último resultado del test de agresividad de Buss y Perry fue favorable.
─Puedes hacerlo, querida. Ve y demuéstrales lo que vales. Ponte ropa normal.¡Ah! Y no te dejes el libro.
Su tutor la aconsejaba mientras ella preparaba la maleta.
A regañadientes abordó el tren y se quitó su cazadora negra de cuero, a juego con su minifalda. Maquilló sus ojos y labios resaltándolos con gruesos trazos oscuros, bajo la atenta mirada de la espléndida señora que tenía enfrente, quien con desdén la escudriñaba.
Las medias agujereadas de Noa, botas con punteras metálicas, blusa ajustada; era la indumentaria gótica inconfundible que contrastaba con su pálida piel, y que infundía junto con su dura mirada azul, cuanto menos, respeto.
Se adentró nerviosa en las líneas de Patricia Highsmith, el libro de asesinatos en un tren. No le agradaban esas historias, pero debía leerlo si quería aprobar un examen.
─¡Tengo fama de agresiva! ─le dijo bruscamente a la fina señora, para que dejara de mirarla, que respondió apacible:
─Las apariencias engañan, linda. Soy Madame M.
La noche avanzaba tan rápido como las veloces ruedas del tren.
Madame M. se acercó a la cafetería donde encontró a su hombre perfecto: trajeado de pulcro gris claro, inmerso en sus pensamientos, escondía en su chaqueta una gran petaca con aguardiente. Entabló una agradable conversación con él y extrañamente le animaba para que acabase el contenido.
Al conseguirlo, el caballero no se sostenía en pie y ella ofreció acompañarle a su vagón de coche-cama.
Atravesando el pasillo y esforzándose por sostener al borracho, fue vista por Noa, quien se acercó a ayudar.
En el habitáculo lo tumbaron en la cama.
Muy temprano, el revisor despertaba a los pasajeros, el viaje llegaba a su fin. Casi se cae de espaldas al abrir con su llave maestra el compartimento individual del hombre, y verlo ahogado en su propio vómito, sin respiración.
Noa y Madame M. fueron las que estuvieron con él en sus últimos momentos.
El guardia de a bordo, observando la escena, se sobresaltó al grito de Madame M.:
─¡Ha sido ella! ─dijo, señalando a Noa─ ¡Miradla! ¡Si hasta los libros que le gustan son insanos!
Y continuó:
─¿Qué clase de chica llevaría un collar de perros?
En un chillido Noa le lanzó el libro directamente a la cabeza, propinándole un buen golpe y se le abalanzó gritando:
─Vieja maldita! Voy a matart...
No acabó la frase cuando se sintió fuertemente apresada por el guardia, que no permitió que dañara de nuevo a Madame M.
Una chica de dieciséis años con traumas infantiles que la llevaron a refugiarse en un grupo apartado de la sociedad, con permanente ayuda psicológica y medicada para contener su agresividad, de vestimenta estrafalaria y carácter intratable que desbordaba una energía maléfica, era un fácil blanco para señalar en una situación como esa.
Pero, ¿qué motivos podía tener para asesinar, si a la víctima no le conocía en absoluto?
De una sexagenaria respetable, delicada, impecablemente peinada y con joyas de diseño, nadie sospecharía.
Para desgracia de Noa, la mantuvieron encerrada bajo llave hasta la siguiente estación, para entregarla a la policía, en el destino.
Le dejaron su libro, serviría para mantenerle la mente ocupada.
En sus pensamientos reaparecían los violentos recuerdos de la infancia... golpes, abusos, humillaciones... demasiado para sus tiernos cinco años de aquel entonces.
De forma involuntaria comenzó a descargar toda su rabia en un llanto incontenible, tristísimo, sentía tal presión en el pecho que le provocaba dolor, soltaba gritos ahogados de «¿por qué?, ¿por qué a miiiiiii?».
Ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando una felicidad que sabía bien que nunca encontraría.
Sostenía con fuerza el libro en sus manos en todo momento, como si quisiera asirse a algo firme.
Aprovechó un mínimo despiste del guardia que la llevaba, para saltar a la vía contraria, delante del tren sin parada que pasaba.
Mantuvieron durante media hora a la Señora S., en un despacho antes de que recogiese la maleta de Noa.
Sentía impotencia. No sabía bien si por el suicidio de su hija, que aparentaba estar superando sus traumas o por no haber sido mejor madre.
Mientras caminaba de regreso, cruzó una mirada con Madame M., quien le dijo:
─Las apariencias engañan, ¿eh?
Y siguió la engreída disfrutando del café. Recordando como había «acomodado» a su hombre perfecto, un borracho despreciable que merecía morir según su criterio, logrando que se ahogara con su vómito.
Disfrutaba también de la decisión que ella provocó en Noa, una malnacida...
Dos asesinatos en un día, le reconfortaban su ego de una manera grandiosa.
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